Por: Mayén Ugarte, Presidenta Ejecutiva de Horizonte Laboral
En medio de una creciente ola de inseguridad y criminalidad que ya limita el normal desarrollo de la actividad económica, una nueva iniciativa legislativa amenaza con erosionar aún más la productividad en el país. El pasado 21 de marzo, el Congreso aprobó en primera votación los Proyectos de Ley N.º 1644 y 2117, que buscan modificar los criterios para el reparto de utilidades en el sector privado. Aunque se presentan como una medida de justicia laboral, podrían generar un efecto opuesto al pretendido.
Actualmente, la legislación contempla un reparto mixto: 50% de las utilidades se distribuyen según los días trabajados y 50% según las remuneraciones. Esta fórmula reconoce tanto la continuidad del trabajador como su nivel de aporte económico a la empresa. Sin embargo, el proyecto propone una modificación escalonada que culminaría, en 2034, en un esquema en el que el 75% del reparto se calcule por días trabajados y apenas el 25% por remuneraciones. El resultado sería un modelo que premia la sola presencia por encima del rendimiento.

Este cambio puede parecer menor, pero altera profundamente los incentivos. ¿Qué estímulo tendría un trabajador calificado para destacarse si, al final, el reconocimiento económico no reflejará su esfuerzo ni su impacto en los resultados de la empresa? La propuesta desincentiva la eficiencia, la innovación y la mejora continua. Y lo hace en un país que, por razones estructurales, ya enfrenta serios retos en estas áreas.
De hecho, la evidencia internacional respalda la necesidad de alinear el reparto de utilidades con indicadores de productividad. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) advierte que los modelos más eficaces son aquellos que valoran el rendimiento y permiten mecanismos flexibles de concertación entre trabajadores y empleadores. Países como Brasil, por ejemplo, promueven acuerdos colectivos que definen criterios adaptados a la realidad de cada empresa, sin imponer esquemas que distorsionen la meritocracia.
En el caso peruano, esta discusión es especialmente sensible. Según datos del Banco Mundial y la OIT, el PBI por trabajador en el Perú ronda los $19,000 anuales, muy por debajo del promedio regional, que se sitúa entre $24,000 y $25,000. Países como Chile y Uruguay superan los $30,000, mientras que México y Brasil oscilan entre $26,000 y $28,000. Este rezago se debe, entre otras razones, a un modelo de crecimiento extensivo, con alta informalidad, baja inversión en tecnología y escasa capacitación del capital humano.
Frente a este panorama, resulta contradictorio que se opte por reforzar mecanismos que reducen los incentivos al rendimiento. La lógica de premiar la sola asistencia ignora un principio esencial de justicia laboral: quien más aporta, debe recibir más. Diluir este principio es debilitar los motores de la productividad y enviar un mensaje desalentador a quienes se esfuerzan por dar más en su trabajo.
La iniciativa legislativa se ampara en un discurso de equidad, pero en la práctica introduce una distorsión que perjudica tanto a empresas como a trabajadores. No se trata de una redistribución progresiva, sino de una política de bajo rigor técnico que pone en riesgo la eficiencia del mercado laboral. En un contexto de inestabilidad política y económica, este tipo de reformas no solo son inoportunas, sino potencialmente regresivas.
Aún queda una segunda votación en el Congreso. Es el momento para que los legisladores escuchen con atención no solo a los gremios empresariales, sino también a los propios trabajadores que valoran un sistema basado en el esfuerzo y el mérito. El país necesita una política laboral seria, orientada al futuro, que impulse la productividad y fomente la formalización.
Premiar la asistencia por encima del rendimiento no es justicia social. Es una mala política. Y es tiempo de corregir el rumbo.
